Una torre fue mi cuna

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Memorias de un milenario. Pétrea ufanidad

Habían pasado ya cientos de años que se habían establecido los nuevos moradores, aquellos que portaban unos útiles que denominaban ballestas, y también los que se dedicaban a cultivar la tierra, y como no, quienes recogían un elemento viscoso que, por lo oído, era dulce y para conseguirlo no tenían que sacrificar a los seres vivos de la naturaleza en la medida en la que lo hacía los cazadores. Si bien es cierto que estos últimos no lo hacía por diversión, sino para sobrevivir.

            La zona estaba más dotada de vida humana y, aunque veía y escuchaba mejor a los hombres y mujeres que merodeaban a mi alrededor, también podía divisar hacia el sur un conjunto de casas, que los naturales llamaban Toledillo. Bien es cierto que estaba un poco más elevado que el caserío que me circundaba, y, al decir de algunos de los aldeanos, esto sucedía en Toledo, una gran villa situada al lado de un río más grande que nuestro querido Jébalo, y al que este portador de fluido de vida iba a tributar con sus aguas. No obstante, he de reconocer que en algunas ocasiones me pareció entender a las gentes de aquí que los moradores de aquella barriada eran unos cristianos diferentes, debido a que había permanecido en tierras controladas por sus rivales, por lo cual se les conocía como mozárabes (aunque esto no deja de ser una interpretación de este vetusto edificio que os habla).

Saetera con paloma

Según iban pasando los años la zona iba cobrando un vigor que se reflejaba en un continuo trajinar de las personas que todos los días portaban la leña para calentarse en invierno y hacer el alimento básico que denominaban pan en una especie de estructuras compuestas de ladrillos similares a los que configuran mi cuadrangular porte. También comenzaron a aparecer unas gentes que ya no trabajaban solo la tierra, el ganado o el panal, sino que fabricaban instrumentos de un material muy resistente que les servía a los agricultores  como útiles con los que esculpían el suelo que cultivaban; otros que se dedicaban a reparar y fabricar los elementos postizos con los que protegen sus cuerpos; y aquellos que hacían lo mismo con unas pequeñas fundas que se colocan en la parte más baja de sus extremidades inferiores (si bien es cierto que no todos lo llevaban, señal de algunos y algunas no los podían comprar).

Debió ser esta acumulación de seres humanos, que ya sería superior a las mil almas, la que produjo que un buen día comenzasen a llegar unos artesanos que jamás había visto. Comenzaron a dar vueltas alrededor del anterior edificio que me había acompañado durante un tiempo hasta que un buen día comenzaron a excavar a su alrededor y lo fueron quitando de mi visión por medio de unas paredes muy anchas construidas a base de piedras y una mezcla de cal y arena. Los primeros días, y cada cierto tiempo, venía un señor con unos documentos muy grandes que mostraba a los que dirigían los grupos que trabajaban en la obra. Debía tratarse de una persona importante, porque cuando estaba por aquí, el párroco del lugar, un tal Algarra (que tanta relevancia tenía entre la población por su labor en lo que las gentes de aquí llaman “cura de almas”) dejaba casi todo lo que estaba haciendo y se dedicaba a ver con este señor los papeles que traía consigo, muchos de los cuales servían para que aquellos que trabajaban las piedras tuvieran una referencia acerca de la forma que debían dar a las mismas. Entre la muchedumbre que iba erigiendo la enorme mole de piedra que fagocitó a mi antigua compañera de solar, había unas personas que provenían de una aldea nueva, que no debe estar muy lejos de aquí, y donde al parecer había una tradición consolidada de labrar este berroqueño material. Siglos más tarde, unos vehículos que no necesitaban ya animales de tiro para moverse volvieron a traer piedra tallada por artesanos de esta población, pero eso es algo que contaré de forma más detallada más adelante.

Y en esta empresa ocuparon la mayor parte del siglo XVI, estando ya terminada cuando llegaron los enviados del rey, hacia 1576, con el fin de averiguar una serie de cuestiones de esta localidad con la que tantos siglos he convivido. En aquellos momentos no había brotado aún la enorme torre que a la parte oeste se erige por encima del tejado del nuevo templo edificado por los habitantes de Alcaudete de la Jara, cénit de una aspiración de la comunidad que ha dado vida a este lugar, la cual, cuando estuvo terminada, dio considerables muestras de alegría, con celebraciones de todo tipo, en las que participaron personas que solo vi morar en la zona cuando tuvo lugar este alborozo y que, dicho sea de paso vestían una lujosas prendas que parecía tener un color especial y muy vivo.

Y de este modo, privado de mi antigua compañera y de parte esa vista con la que me había ido encariñando durante lustros, pero escoltado por esa enorme construcción que a las mujeres y hombres de aquí gusta de llamar Catedral de la Jara, he pasado los últimos cinco siglos. Reconozco que apenas me acuerdo de aquel pequeño templo de ladrillo y piedra que, si no recuerdo mal no tenía más saliente que una espadaña con campanas, aunque aún guardo la esperanza de que se encuentre alojado en el vientre del edificio actual y podamos volver a vernos, pues tras tantas centurias, seguro que tenemos muchas curiosidades y sucesos que contarnos mutuamente.

Hasta pronto. Un pétreo saludo


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