Una torre fue mi cuna

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Memorias de un milenario

Es de bien nacidos ser agradecidos, motivo por el cual comenzaré por agradeceros mi existencia en esta tierra que tanto ha cambiado desde que comencé a tener uso de razón. Realmente no puedo deciros a ciencia cierta si soy hijo de romanos, visigodos, musulmanes o cristianos (que, a su decir volvían a traer la religión que los últimos romanos y visigodos al parecer habían profesado).

Sea como fuere, lo que sí que tengo claro es que cuanto me alcanza la memoria, ni el paisaje era como ahora, ni las gentes que lo poblaban tenían similitud alguna con las que llevó viendo en los últimos siglos. Incluso estas personas que en ocasiones se llaman a sí mismas buenos y buenas cristianas, no han tenido el mismo aspecto exterior, si bien es cierto que, en determinadas ocasiones, la reiteración de determinados comportamientos me recuerdan mucho a actitudes de antaño, lo que me ha llevado a la conclusión de que, en realidad hay una esencia dentro de estos seres vivos (que con tanta frecuencia se paran a mirarme en los últimos tiempos) que no cambia mucho a pesar de que tratan de ocultarla tras una cobertera diferente cada cierto tiempo.

Pero vamos a dejarnos de verborrea y os voy a contar lo que recuerdo de mí mismo, por lo que he visto y oído durante cientos de años de hablar a estos animales que caminan erguidos y emiten unos sonidos que, de tanto oír he conseguido entender.

Todo el mundo que me ve me llama El Torreón. Algunos han llegado a pasar horas mirándome, y desde hace algo menos de cien años me apuntan con un objeto (cuya punta brilla y que se ha reducido de tamaño en la etapa mencionada), permanecen quietos unos segundos y, después de producirse un leve sonido, se marchan. No debe ser un arma porque nunca he sentido nada raro cuando dirigen el objetivo de este útil hacia mí. Y sé de lo que me hablo, porque cuando en tiempos pasados me han arrojado flechas o piedras notaba el dolor que provoca la intención de las personas por destruir lo que ellas mismas han creado.

No menos agradable fue cuando descubrí para que era el agujero que me habían dejado en la cara que mira al edificio de piedra. Cuando los de dentro daban gritos y no querían dejar de pasar a nadie, vertían por este pequeño espacio horadado un líquido que parecían haber sacado del mismo infierno.

Con el tiempo conseguí predecir cuándo se iban a producir estas situaciones tormentosas, porque en mi parte superior encendían leña seca, si el manto negro agujereado estaba sobre mí; o bien leña húmeda, cuando aquel se tornaba de azul (lo cual coincide con la aparición por el cerro, que las gentes de aquí llaman de El Ángel, de una luz muy potente que puede dar mucho calor algunos meses) o de gris, color que siempre asocio a la tristeza porque en ocasiones, el líquido cristalino que segrega se asemeja al que sale de los ojos de los humanos que acompañan a quienes portan una especie de caja rectangular, en el que sospecho que debe ir uno de los suyos al edificio de piedra que me levantaron hacia donde se esconde la luz (al que se refieren como iglesia), privándome de una parte de la hermosa vista que tenía, y del orgullo que me producía ser la construcción más alta de la zona. Este paralelismo me ha llevado a pensar que estas pequeñas criaturas que caminan erguidas y me miran tanto, tienen algún tipo de vinculación con el manto que nos cubre, al que ellos llaman cielo. Es como si fueran un microcosmos de algo más colosal, esto es, una réplica a pequeño tamaño de algo que, me temo que debe estar situado más arriba del techo azul que nos cubre a todos.

Pues bien, así estuvieron las cosas entre los que trajeron las campanas y los que cantaban para llamar al resto de la gente que vivían cerca para reunirse a rezar durante muchos años, hasta que aquellas gentes que mandaba a uno de los suyos a que se subiera encima de mí entonando una especie de gritos melódicos se marcharon definitivamente. Esto paso hace cientos de años, y he de decir que no era agradable, porque debido a los continuos enfrentamientos entre unos y otros, este territorio se quedó vacío de vida y, aunque estos seres que me rodean tienen algunas cosillas que no me agradan mucho, he de reconocer que verlos a mi alrededor me gusta.

Pasado este vaivén de gentes, unos señores, que traían una herramienta que sospecho que debía ser un arma, y que ellos llamaban ballesta, comenzaron a visitarme y a vivir en mi interior. Pero, esta parte de mi vida os la contaré un más adelante, porque ahora necesito descansar, soy ya muy mayor y cuando hablo de mí me acabo emocionando demasiado. Pronto seguiré relatando más de mí y de lo que he visto que sucedía en mi entorno.

Hasta pronto

 

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Imagen extraída del boletín informativo de régimen interior El Torreón, perteneciente a la Asociación Recreativo Cultural El Torreón. Enero-febrero de 1983

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